domingo, 7 de agosto de 2011

El tesoro del Cacique (Modesto Basadre)


Seguimos acopiando datos sobre la historia del Señor de Locumba, cuyo origen data de la época colonial. Va uno de los primeros relatos recogidos por Modesto Basadre Chocano, en el siglo XIX, en el pueblo de Locumba.

“Cura de Locumba, a principios del siglo actual (*), era el venerable doctor Galdo, quien fue llamado un día para confesar a un moribundo. Era éste un indio cargado de años, más que centenario, y conocido con el nombre de Mariano Choquemamani.
Después de recibir los últimos sacramentos, le dijo al cura:
- Taita, voy a confiarte un secreto, yo no tengo hijos a quién trasmitirlo. Yo desciendo de Titu-Atauchi, cacique de Moquegua en los tiempos de Atahualpa. Cuando los españoles se apoderaron del Inca, éste envió un emisario a Titu-Atauchi con la orden de que juntase oro para pagar su rescate. El noble cacique reunió en breve gran cantidad de tejos de oro, y en los momentos en que se alistaba para conducir ese tesoro, recibió la noticia del suplicio de Atahualpa. Titu-Atauchi escondió el oro en la gruta que existe sobre el alto de Locumba, se acostó sobre el codiciado metal y se suicidó. Su sepulcro está cubierto de arena fina hasta cierta altura; encima hay una empalizada de troncos de pacay y sobre éstos gran cantidad de esteras de caña, piedra, tierra y cascajo. Entre las cañas se encontrará una canasta de mimbres y el esqueleto de un loro. Este secreto me fue trasmitido por mi padre, quien lo había recibido de mi abuelo. Yo, taita cura, te lo confío para que, si llegase a destruirse la iglesia de Locumba, saques el oro y lo gastes en edificar un nuevo templo.
Corriendo los años, Galdo comunicó el secreto a su sucesor.
El 18 de setiembre de 1833, un terremoto echó por tierra la iglesia de Locumba. El señor Cueto, que era el nuevo cura, creyó llegada la oportunidad de extraer el tesoro; pero tuvo que luchar con la resistencia de los indios que veían en tal acto una odiosa profanación. No obstante, se asociaron algunos vecinos notables y acometieron la empresa, logrando descubrir los palos de pacay, esteras de caña y el loro.
Al encontrarse con el esqueleto de esta ave, los indios se amotinaron, protestando que asesinarían a los blancos que tuviesen la audacia de continuar profanando la tumba del cacique. No hubo forma de apaciguarlos y los vecinos tuvieron que desistir del empeño.
En 1868, era ya una nueva generación la que habitaba Locumba, mas no por eso se había extinguido la superstición entre los indios.
El coronel don Mariano Pío Cornejo, que, después de haber sido en Lima, Ministro de Guerra y Marina, se acababa de establecer en una de sus haciendas del valle de Locumba, encabezó nueva sociedad para desenterrar el tesoro. Se trabajó con tesón, se sacaron piedras, palos, esteras y, por fin, llegó a descubrirse la canasta de mimbres. Dos o tres días más de trabajo y todos creían seguro encontrar, junto con el cadáver del cacique, el ambicionado tesoro.
Extraída la canasta se vio que contenía el esqueleto de una vicuña.
Los indios lanzaron un espantoso grito, arrojaron hachas, picos y azadones y echaron a correr aterrorizados. Existía entre ellos la tradición de que no quedaría piedra sobre piedra en sus hogares, si con mano sacrílega tocaba algún mortal el cadáver del cacique. Los ruegos, las amenazas y las dádivas fueron impotentes para vencer la resistencia de los indios.
Al cabo, se le ocurrió a uno de los socios emplear un recurso al que con dificultad resisten los indios: el aguardiente. Sólo emborrachándolos pudo conseguirse que tomaran las herramientas.
Removidos los últimos obstáculos apareció el cadáver del cacique de Locumba.
¡Victoria! –exclamaron los interesados. Quizá no había ya más que profundizar la excavación de algunas pulgadas, para verse dueños de los anhelados tejos de oro.
El mayordomo se lanzó sobre el esqueleto y quiso separarlo.
En ese mismo momento un siniestro ruido subterráneo obligó a todos a huir despavoridos. Se desplomaron las casas de Locumba, se abrieron grietas en la superficie de la tierra, brotando de ellas borbollones de agua fétida, los hombres no podían sostenerse de pie, los animales corrían espantados y se desbarrancaban, y un derrumbe volvió a cubrir la tumba del cacique.
Se había realizado el supersticioso augurio de los indios: al tocar el cadáver, sobrevino la ruina y el espanto.
Eran las cinco y cuarto de la tarde del fatídico 13 de agosto de 1868, día de angustioso recuerdo para los habitantes de Arica y Tacna, y otros pueblos del Sur”.
(* Versión recogida por Modesto Basadre Chocano, en el siglo XIX).
El recopilador destila una cuota de discriminación racial en uno de los párrafos, creyendo que los “indios” (sic), son una raza inferior.
Fuente: de un libro inédito 

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